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- 19- predicaba: su voz de trueno , el ex tr afío respl andor de sus oj os, su barba, blanca como la nieve, su hábi– to y su CLte rpo amojamado y seco. ¿Qué le importa– ban a tal hombre las retóricas de l mundo, si nunca pensó en predicarse a sí mismo? Para juzgar de los portentosos frut os de aquella elocuencia, que fueron tales, como no los vió nunca ni el Agora de Atenas, ni e l Foro de Roma, ni el Par– lamento inglés, basta acudir a la memoria y a la tra– dición de los ancianos. Ellos nos dirán que a la voz de Fray Diego de Cádiz (a quien atri buyen hasta e l don de lenguas) se henchían los confesonarios, solta– ba o devolvía e l bandido su presc1, rompía el adu lte– ro los lazos de la carne, abominaba el blasfemo su preva ricación antigua, y diez mii oyentes rompían a un t iempo en lág ri mas y sol lozos. Quintana le oyó, y quedó asombrado, y todavía en su vejez gustaba de record a r aquel asombro, según cuentan los que le conocieron. Y otro literato del mismo tiempo, acadé – mico ya difunto, hijo de Cádiz , corno Fr. Diego, pero nada sospechoso de parcialidad, porque fué volteri a no empedernido, tr aductor en sus mocedades del Ensayo del barón de Holbach, sobre las preocupa– ciones y hombre que en su edad madura no juraba por Roma ni por Ginebra, D. José J oaquín de [\'lora, en fin , ensalzaba e n estos términos la elocuencia del nuevo Apóstol de Andalucüi: Yo vi aquel fervoroso capuchino, Timbre de Cádiz, que, con voz sonora, Al blasfemo, al ladró n, al asesino Fulminaba sentencia ater radora. Ví en s us miradas resplandor di vino, Con que angusti aba al alma pecadora, Y diez mil compungidos penitentes Estallaron en lágrimas ard ientes. Lo ví clamar perdón al trono augusto ,
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