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CAPÍTULO IX El Beato Diego y la Eucaristía. Nunca deb ió sentir Nuestro Señor Jesucristo la so– ledad y abandono de sus criaturas, como en la segun– da mitad del siglo XVIII. La herejía jansenista, que pervirtió a nuestras clases elevadas, aunque no lle– gara a contaminar el corazón de nuestro pueblo , había rodeado de una atmósfera de hielo al Sagrario. Con pretexto de re verencia y exagerando las disposi– ciones requeridas para comulgar, se alejaba a las almas de la comuni ón frecuente, pudiéndose decir que el fruto más ama rgo de las ideas jansenistas y libertarias de aque l tiempo fu é la indiferencia g la– cial hacia el Sacramento de nuestros altares, y la consiguiente dureza de los corazones, incomprensi– ble en un pueblo tan católico ·como el nuestro. Jesús, ¿por qué no decirlo? encerrado en Sagrarios magní– fi cos, empezaba a sentirse abandonado y olvidado en la España de la Eucaristía y la Inmaculada. Entre las grandes almas que consolaron y acom– pañaron al Augusto Prisionero de nuestros altares; entre los serafines que se abrasaron en el incendio de Aquel que vino a poner fuego sobre la tierra; entre los apóstoles que atrajeron al Sagrario legio– nes innumerables de almas y prendieron la llama eu– carística en los corazones, decuella nuestro Fr. Die-

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