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CAPÍTULO VII Oración del Beato Diego Entramos en esa reg1on sublime y desconocida , donde Dios se comunica con sus santos y les da a entrever la excelencia de sus perfecciones divinas y a gustar las regal adas fine zas de su trato y compa– ñía. Si grande aparece en su vida pública y en la al– teza sin igua l de su misión sa lvado ra, no hemos de olvidar la sentencia del Espíritu Santo de que «toda la gloria de la hija del Rey- del alma santa- está por dentro )) . Y por esto se asemejan los santos a esas catedrales románicas, fortalezas almenadas por de fuera. y en s u interior templos suntuosos y mora– das del Espíritu Santo, santuarios adorn ados por todas las vi rtudes , perfumados con el timiama de la caridad, quemado en el áureo incensario de la ora– ción, que en copas de oro llenrn los ángeles a la pre– sencia del Altísimo. ¡Quién tuviera la pluma de Teresa de jesús, para subir al monte santo de la oración, y describir allí una por una sus morada s! Viéramos allí a este nuevo San Pablo, elevado hasta la visión de Dios; a este segundo Elías en el monte Carrnelo; a este Moisés en la cumbre del Sinaí , pidiendo a Dios que lo borre del libro de la vida o deje de castigar a su pueblo; a este nuevo Jacob , luchando con Dios hasta el ama– necer; y volviendo a la ley nueva , viéramos a San

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