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XII rejía , librándola de luchas civiles espantosas , que la hubieran aniquilado, así también, ante la aparición de la revolución moderna, escarmentada y enseñada por la historia, debió haber encontrado reyes, que pre– vieran la visión del destierro y del patíbulo; clases directoras, que, vislumbrando la cdástrofe, se unie– ran a la Iglesia, única que podía salvarlas; ciencia·, literatura y arte, que, levantándose de la abyección y el servilismo, y volviéndose a los siglos de oro, ro– bustecieran la conciencia de la propia personalidad ; políticos que, en vez de mirar a Europa , mirasen a España; muchedumbres disciplinadas a la sombra de la Cruz, refracta rias al contagio; y así, siendo ella fuerte, mientras Europa se desangraba, siendo cre– yente, mientras el incendio de la impiedad asolaba al mundo , estando unida y compacta, mientras los demás St, despedazaban, se hubiera repetido el fenó– meno del siglo XVI, el imperio español tal vez no se hubiera deshecho, y hoy seríamos quizá la gran Con– federación Hispano-Americana, dueña del mundo. Hubo , sin embargo, un momento en que Dios qui – so recurdar a la nación espaíiola su misión y sus des– t inos. Si respondía y se ponía al lado de Cristo, Es– paña estaba salvada. Al lado de Dios , y sostenida por E l, podría sostener todos los embates de la revo– lución, y pasar, apoyada en su brazo, el puente le– vadizo que separa la historia antigua de la moderna y novísima . La fe y el amor hubieran hecho el mila– gro de fundir en un solo ideal, en una sola aspiración y en unos mismos intereses a una raza de cien n:iillo– nes de españoles. No fue así. Espaíia no conoció el día de su visitación. Cerró sus ojos para no ver y sus oídos para no oir. La impiedad la cegó y endureció su corazón, y la inmoralidad, subiendo de día en día, corno una ola entumecida, acabaron por provocar la ira divina; y en el abismo donde un Dios ultrajado

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