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- 92- esta inte rrumpida. Grande fué la consternación de la• ciudad y la aflicción de los reli giosos . El mi~mo Beato, creyó que se moría sin remedi o. Acomodcíronlo en la amplia enfermería del Convento. Mandó poner en una mesil la, que tenía a los pies de la cama, un Cru-· cifij o, para estarlo mirando y hacer el ejercicio de las tres horas que el Seiior estuvo en la Cruz. El P. Gonz ález iba dos veces todos los dias a visitarlo, y le ayudaba con jaculatorias a hacer e::,te eje rcicio, di ciendo al P. Guardián, Fr. Felipe de Ardales: -Permítame, R. Padre, que aprenda en el P. Diego el ejercicio de la muerte y de la Cruz de Nuestm Redentor, porque es tanta la dulzura que siente mi alma, qu e no tengo voces para explicarlo. Otras veces se estaba sentado en una silla, oyen– do las encendidas jaculatorias de su discípulo y ad– mirado de su heroica paciencia. Los religiosos y el canónigo D. Miguel Vargas, apenados por su pérdida, que creían inevitable , le decían al P. Gonuílez: - Padre González ¡qué dolor que muera Fr. Die– go! ¡Serü una gran pérdida! A lo que el santo varón respondió: - No morirá ahora, porque tiene que trabajar mucho para honra y gloria de Dios . Y en el curso de la conversación aiiadió : - Nosotros, que knemos la felicidad de oir a Fr. Diego , no tenemos por qué envidiar D los que oyeron predicar a S. Pablo. No hay ninguno que se le ase– meje como él en ciencia, persuasión y dulzura, para convencer al corazón más endurecido, y me es muy sensible, amigo mío, el que tengo que morir yo an– t es que él, porque quisiera se supiese quién es este religioso; mas Dios ordenará las cosas de modo que haya quien lo diga. ( 1) (1) Proc. pág 11 :t• n. º 19.

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