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por esto, no miden sus fuerzas, su amor lo suple todo. Y, por lo mismo, no se paran a examinar las fuerzas de los otros, considerándolos del mismo tem– ple y con el mismo entusiasmo sobrenaturalizado. Ellos, más que en los medios de alcanzarlos, tienen puesta y fija su mirada en el ideal. Es muy doloroso confesarlo, pero ,no todos somos como los santos ni nos movemos en el mismo medio sobrenatural, es, a saber, en su grado eminente. Francisco vivía más que en la tierra en el cielo; el amor divino lo consumía por completo. El amor es quien le dictaba cuanto a Fray León le decía; Francisco hablaba con sinceridad, a no dudarlo, sin mezcla de engaño ni doblez. Francisco jamás conoció la hipocresía. Fray León quería, no nos es permitido pensar lo contrario, experimentar lo mismo que su Maestro, deseaba muy de veras imitarle. Su buena vobmtad hacíale traición; no comprendía toda fa profundidad de las palabras del Maestro, su querido amigo; y en el supuesto que adivinase todo su al– cance, desconfiaría justamente llegar hasta donde el Maestro había llegado empujado por su fe y por su amor, en verdad, extraordinarios. Francisco no paraba mientes en la debilidad hu– mana; en su corazón resonaban con fuerza irresisti– ble las palabras del Apóstol: Todo lo puedo e n a q u e 1 q u e m e c o n f o r t a . En aquellos momentos para Francisco ,ni llovía, ni granizaba, ni el viento azotaba sus ateridos miembros, ni los de su fiel amigo, Fray León, 1 a O v e j u e 1 a d e Dios. Y así prosiguió: «¡Oh, Fray León, Ovejuela 75

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