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laría a la reg10n de la luz y de la dicha; volaría al cielo, a los brazos del Amado Divino. En la primavera de 1253 la Corte de Roma se trasladó a Asís; los cardenales visitaban con fre– cuencia a la reclusa enferma, a Sor Clara, en San Damián. El dolor la martirizaba. Era el crisol amoroso que la purificaba, para que cual diamante hermosí– simo, brillase en la eternidad de eternidades, for– mando en el virginal cortejo del Cordero sin man– cilla. Por dos veces la visitó el Papa en su pobrísima habitación. Dióle a besar su mano. Clara, con pro– funda humildad, suplicóle le permitiera besarle el pie. El Papa accedió. Sor Clara, con singular reve– rencia, lo besó y con extremada delicadeza femenina nimbada de luces y respla,ndores celestiales lo apretó contra su pecho. Sin duda algu,na para Sor Clara besaba el pie de Cristo. Escena tierna, patética que nos recuerda otra escena parecida que leemos en el Santo Evangelio. Magdalena besando con beso di– vinamente apasionado los pies del Maestro y regán– dolos al mismo tiempo con las lágrimas de sus ojos saturados de ardorosas lágrimas de arrepentimiento. La bondad del Papa animó su santa audacia, de Sor Clara, y pensando en D a m a P o b r e z a aprovechó una de sus visitas para pedir al Papa la confirmación solemne de su Regla. El Romano Pontífice, conociendo la alteza de mi– ras de Sor Clara y de sus hijas, firmó la ansiada Bula. Pocos días de vida le quedaban. El :;;ufrimien- 187

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