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rar a lo por venir a fin de precaver futuras n2ce– eidades. Sor Clara rechazó con humilde energía los ,ofre– cimientos generosos del Papa. Sin duda, el pen– samiento de D a m a P o b r e z a y de su amigo el paupérrimo Francisco, ya canonizado, le habla– rían a su corazón magnánimo de esposa de Cristo para sostenerla en la lucha y asegurarle la victoria, el triunfo definitivo. Gregorio IX, pretendiendo librarla de escrúpu– los y ponerla en mayor aprieto, le replicó: «Si tienes miedo del voto, yo te desligo de él.» Tal proposición, lejos de lograr el efecto que Gregorio IX apetecía, fue como una saeta que voló derechamente a clavarse en su corazón de mujer del todo entregada al amor de Cristo y encendió más la llama del amor, del desprendimiento de cuanto a terreno tenía sabor. Quizás pensaría en la noche de aquel Domingo de Ramos decisivo en su vida y mirando a su D a m a P o b r e z a le respondió con santa energía: «Santo Padre, por ningún trnnce deseo ser libe– rada de seguir perpetuamente a Cristo.l> Ante la rotunda negativa de la humilde reclusa de San Darnián, no insistió, pero no se consideró ven– cido; andando el tiempo, volvería a insistir de nue– vo, aunque felizmente con el mismo resultado nega– tivo, Sor Clara, antes de morir, vería el triunfo definitivo de su porfiada lurha en honor de su Dama Pobreza. ¿Cómo se explica tal tesón, semejante tenacidad, tan santa y valerosa intransigencia de Sor Clara en 181

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