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dos, allí cayó con suave rumor de heroismo su hermosa cabellera. Allí se sepultó en vida a fin de vivir solamente para Dios. ¡Noche del Domingo de Ramos! ¡Noche de huída misteriosa defendida por sus oscuras sombras! ¡Noche de victoria! Aquella noche la hizo toda de Cristo. Francisco había sido para ella el A n g e l v i s i b l e d e s u G u a r d a del que se sirvió el Esposo para hablarle en su nom– bre, sacarla del mundo y llevarla a las b o d a s místicas. * * * Ha sonado la hora de la comida que, a juzgar por los preparativos, promete ser muy frugal. Los santos, con gran frecuencia, viven más de alimentos espirituales que de manjares corporales. Alimentan más al espíritu que al hermano j u m e n t i 11 o que llevan a cuestas, pues así lo llamaba el Ser~fico Pa– dre a su cuerpo extenuado por el ayuno y las pe– nitencias. A los lados de la improvisada mesa en el santo suelo se sentaron los come,nsales, Francisco frente a Clara y otro fraile frente a la compañera que Sor Clara había traído consigo. Este ágape monacal nos trae a la memoria aquel otro que en parecidas cir– cunstancias había celebrado San Benito con su her– mana Santa Escolástica, rodeados ambos de monjes y religiosas y que terminó con aquella prodigiosa tormenta. Los demás religiosos se sentaron por su orden alrededor. El amor de Dios había preparado aquella mo– destísima comida y el amor de Dios la presidiría y 176

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