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patente. Las campanas de la humilde iglesita vol– teaban lugubremente; las del cielo repicaban a glo– ria. Estela luminosa de la tierra subía velozmente :1 Ia mansión de los justos, de los santos. La amistad íntima, santa, seráfica, se hallaba re– presentada en la O ve j u e la d e D. i o s , Fray León; aquella amistad inclinaba suavemente su co– rnla hacia el cadáver, reliquia inapreciable del ami– ¡;o idolatrado, para rendirle el tributo de su cariño y perfumarlo con el exquisito y delicado aroma de rn cáliz. Sus hojas, de belleza inimitable, adornarían como una corona la cabeza del H e r a l d o d e l G r a n R e y . La amistad seguía velando el cadá– \·er del amigo. Aquella y santa y provechosa amistad no moriría; antes, por el contrario, muy pronto flo– recería con gran abundancia de hermosas flores y copiosos frutos. Fray León, no pudiendo sostener el peso del dolor que le afligía, inclinó su cabeza hacia el cadáver de su buen amigo, padre y maestro; de sus ojos deslizóse una lágrima ardorosa que fue a caer en aquel bendito cuerpo. Era el mejor sudario que la bendita caridad de la amistad le ofrecía de limosna. * * * ¿Francisco había muerto? No. Francisco vivía glorioso en la eternidad. Murió ciego y, al acercarse a las puertas eternales del cielo, abrió sus ojos glo– rificados. Prancisco entró cantando en el gozo de su Señor. 108