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cisco amaba con el más puro amor divino a su hija espiritual, Clara, y ésta le correspondía en la misma medida y con el mismo apasionamiento. En todo momento el amor de Cristo soldaba el lazo espiri- 1.ual que los unía haciéndolo irrompible. Bien se merecía una visita de su querido Padre en Cristo. Francisco no se la negó; en todo su modo de obrar, en su porte, en su misma profesión de altísima po– breza, era todo un caballero. Jamás negó nada que por el amor de Cristo se le pidiese. Clara lo conocía muy bien y en nombre de Cristo pidió la visita del Padre bienamado. Los predilectos, en nombre de Cristo, hablaron en favor de Clara a Francisco; éste ::e rindió al momento. El Hermano León también insinuaría el deber de aquella última visita. La amis– tad ruega en la seguridad que serán atendidos con cariñosa complacencia sus ruegos. LA YOZ DEL CIEGt:ECITO FRA.\"C!SCO ¿Por qué cantas, amado Padre, siendo tan graves tus dolores?, le dijeron un día sus predilectos. Su respuesta sería una nueva estrofa. El amor divino llorando canta. Canto, respondió el estigmatizado Francisco, porque el A m a d o me lo pide; canto porque el día de mi dichosa libertad se aproxima. Veo los cielos abiertos y veo al E s p o s o que me tiende las manos y me llama a su gloria y me con– vida con su abrazo que regala la bienaventuranza eterna. Espérame, A m a d o , que termine la últi– ma estrofa. Así podía responder Francisco si se le: 89

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