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siempre lo tuvo en suma estima, conservándolo con gran cariño, y a su muerte confesará que por él el Señor le había concedido gracias extraordinarias. Con frecuencia se adornaba con él a pesar de su extrema da p o b reza ; era para Isabel de ma– yor valor que sus preciosos mantos de púrpura que había usado en los días bonancibles de su matri– monio con Luis, Landgrave de Turingia. * * * Pocos fueron los años de su viudedad, pero le fueron sumamente amargos. El mundo se vengó en ella c.ubriéndola de barro e ignominia. El mundo siempre ha sido, es y será lo mismo: enemigo de la virtud, enemigo de la Cruz de Cristo. Isabel, con ánimo varonil, siguió despreciándolo, ni siquiera se dignó escuchar sus nuevos y lisonjeros ofrecimientos y nuevamente quiso ganarle el corazón. Isabel era de Dios y con amor santamente pasional a D a m a P o b r e z a , vivía crucificada con Cristo. Dura fue la lucha. Punzante la corona con la que el mundo la punzó; poco desp,ués, las espinas se tomaron en deslumbradores diamantes. La hora de la libertad soñada se acercaba. Ya extendía sus blandas alas hacia el cielo. Jesús la esperaba con rostro amoroso para coronarla como princesa de su Reino. * * * Cayó enferma. Isabel languidecía corporalmente; en cambio, su alma angelical se santificaba más y 202

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