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de la Santa Caridad, de Sevilla. Aquella figura su– blime de Isabel, muy humana y, al mismo tiempo, muy divina, curando las llagas purulentas de aquel desgraciado, refleja la hermosura de su alma y se transparenta en sus bellas facciones. Así debió ser la amada Isabel de Hnngría. La muerte de su esposo en la Cruzada le arranca ayes de dolor, honda pena desgarra su pecho. Llora y llora la pérdida de aquel a quien amaba como sabe amar u,na esposa pr.ofnndamente cristiana. Su alma, extremadamente sensible, abarca la gran tragedia que le acecha. Y en tales angustiosos momentos no pierde la serenidad ni se desalienta. Vuelve los ojos a Dios y exclama postrada en tierra, humedecidos sus ojos por el llanto: «Que el Señor, que no aban– dona a ]as viudas ni a los huerfanitos, me consuele». ¡Oh Dios mío, consoladme! ¡Oh mi Salvador, forta– leced mi debilidad! Sabe lo que es el mnndo, conoce lo que puede dar; persuadida de la inconstancia de los honores y del poco valor que tienen ]as riquezas, nunca su corazón dejóse prender en sus redes. Ha gustado los siiilSabores que consigo lleva la realeza y la vanidad de las diversiones de la corte. En un arranque ge– neroso promete quedarse viuda, vestir los humildes vestidos de la viudedad y consagrarse a la educación de sus hijitos y al alivio de los pobres enfermos y mendigos. Nadie podrá apartarla de esta heroica de– cisión. En su corazón no habrá más amor que el de Cristo y el de sus hijos. El emperador Federico II solicitará su mano, in- 197

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