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el amor de Dios debía tener la primacía en el menú monacal. Escuchemos oon qué admirable sencillez lo cuentan las F 1o r e c i 11 a s , sin amaños postizos que, de ordinario, restan belleza a la narración. Dicen así: « Y como primer plato, San Francisco empezó a hablar de Dios tan suavemente, tan alta y maravi– llosamente, que descendiendo sobre ellos la abun– dancia de la divina gracia, todos fueron presa de un rapto divino.» La palabra melodiosa de Francisco debió pare– cerse a los suaves gorjeos del ruiseñor velando s.u nido en una noche tibia, serena y estrellada de la primavera. Las primeras notas nos haceill detener el paso para escucharlas mejor; poco a poco embar– gan nuestro espíritu hasta sacarnos de nosotros mis– mos, de modo que no nos cuidemos de lo que pasa a nuestr,o alrededor. Aquella melodía es, en esos momentos, como las notas suavísimas y encantado– ras que un espíritu celeste arranca del instrumento músico pasando el arco sobre sus cuerdas. Todos se hallaban en dulcísimo éxtasis. El A m a d o los había tocado con el suave roce de su mano y había llegado al fondo de sus almas desprendidas de las cosas terrenales. Se hallaban transformados. Se diría que se hallaban como me– tidos en fuego misterioso que despedía luces mara– villosas. El Conventillo de Santa María de los An– geles parecía arder gracias a este fuego celestial. A lo lejos producía el efecto de un incendio ex– traordinario, que llegó a preocupar a las gentes sencillas de Asís y Bettona. 177 12

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