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con todo el fervor de su ahna y con grandes deseos de hacer bien a las ahnas. Mas la ciudad de Siena se resistió y las palabras de Francisco cayeron c;n terreno pedregoso. Mucho 1o sintió Francisco. ¿Fracaso? ¿Había sido despreciado él? No; en realidad, Jesucristo había sido desairado, había sido despreciado. Francisco se entristeció pensando, en su humil– dad, que la culpa estaba en él y suplicó humilde– mente y con grandes instancias a Fray León que lo humillase pisándole la boca. Fray León se opuso tenazmente y no hubo medio de vencer su resisten– cia. El dolor de Francisco aumentaba. Mientras caminaban los dos pobres mendicantes, caballeros de la D a ro a P o b r e z a , Francisco, siempre sensible en sus afectos y amante de todos los suyos, de la dulce Asís donde había dejado sus hermanos en la Porciúncula y, especiahnente, a Sor Clara, hermana del alma y queridísima amiga de Jesucristo. No ignoraba Francisco que Sor Clara, por su fidelidad a D a m a P o b r e z a estaba su– jeta a grandes tribulaciones. Su corazón sentíase do– lorido por los sufrimientos de Sor Clara. «Y el santo, dice el P. Sarasola, en aquel mo– mento angustioso, dudó si la amiga estaría enferma y desviada de los firmes propósitos en el Cenobio de San Damián. Tan torcedoramente le atenazaban las dudas que, arribando a la hoz de las colinas, parecía que sus piennas se hincaban en tierra a cada paso. Se acercó a un pozo rebosante de aguas trans– parentes y descaecido se tumbó a la orilla. Mucho tiempo estuvo inclinado sobre él. Alzando, al fin, la 170

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