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Este viaje, afirma un moderno biógrafo del San– to, a la Ciudad Eterna fue memorable, sobre todo por la amistad que trabó con una gran dama, J acoba o Giacomina de Sietesolios, que había de marcar huellas imperecederas de suave emoción en la vida y muerte del Pobrecillo. Durante su permanencia en la Ciudad Eterna se hospedó en su, palacio, repi– tiendo las visitas a tan virtuosa dama siempre que llegaba a Roma. La bondadosa Jacoba trataba de obsequiar a su santo huésped preparándole algún alimento que le complacía. Con Francisco consul– taba los asuntos de su conciencia y de sus labios escuchaba palabras encendidas de amor divino que le servían de mayor incitamiento en el servicio de Dios. Más que su consejero, más que su amigo, era el pa– dre de su alma. J acoba conoció mu.y pronto el tesoro que el cielo le enviaba y como a tal lo recibía. En todo momento estaba dispuesta para recibirle y para escucharle; su extraordinaría virtud a la influencia de Francisco hay que atribuirla después de la gracia de Cristo. Los dos hijos de tan egregia dama parti– cipaban del entusismo y de la veneración de su pia– dosa madre. Era igualmente su padre espiritual. El palacio de los Frangipani rebosaba de santa alegría cuando Francisco llegaba. Pero el Santo, si recibía con muestras delicadas de agradecimiento los obse– quios de aquella hija espiritual, si se dejaba agasajar de ella, no olvidaba sus deberes como religioso, sus austeridades y la modestia propia de su hábito. Conocía perfectamente que la castidad, siendo de suyo flor hermosísima, es, por idéntica razón, extre- 133

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