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tosos, las armas, lo sacaban de sí mismo. Nunca fue ni rústico ni plebeyo en sus modales, en s,us con– versaciones ni en sus amistades. De la mujer siem– pre tuvo concepto elevadísimo, a la manera como aquella E d a d , mitad civilizada y mitad bárbara, tenía. De sus jt1,egos se halla desterrada la grosería. Nadie puso jamás tilde a la pureza de sus cos– tumbres, aun en medio de las alegrías juveniles ni cuando presidía las rondas nocturnas de la juventud de Asís, aunque hablando así nos desviemos del cua– dro exagerado que traza T.omás de Celado en su Leyenda. Una vez convertido al servicio de Dios y de sus pobres, los leprosos, no perdió nada de sus modales; faeron tan caballerescos como antes, tan corteses y delicados como antes lo eran. La misma finura, el mismo encanto, el mismo idealismo, pero elevado a regiones todavía más bellas, finas y corteses, a las regiones de lo sobrenatural. Sintió, como hemos visto, la necesidad de la amistad y gozó de sus favores y beneficios; fue ami– go santo de sus amigos santos hasta el último sus– piro de su vida con Cristo crucificado. Francisco, tan recatado, tan puro, tan virginal, que todas las penitencias le parecían suaves y lige– ras para conservar la flor de la honestidad, flor que jamás se manchó gravemente, como él mismo lo ma– nifestó a su predilecto amigo, Fray León, no des– deñó la amistad femenina. Es necesario afirmar que el alma femenina, una vez convertido a Dios y ya 134

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