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mentaban; su ideal no era otro que la amistaj de Cristo con el alma. Su fin, Cristo, y n a d a f u e r a de E l. Para que esa amistad, bellísima azucena, no per– diera su blancura y su perfume, la rodeabaill de una muralla de penitencia y mortificaciones. Entre ellos siempre estaba Cristo presente. No pueden leerse ta– les amistades sin sentirse atraídos por ellas y eleva– dos a regiones en las que el aire es purísimo, libre de ]os microbios emponzoñadores. La vida de San Francisco, a partir del mismo momento de su entregamiento a Dios, es el Evan– gelio viviente. Alegría, poesía, generoso desprendi– miento de todas las cosas de este mundo para ser más rico de los bienes del cielo. La vida de Fran– cisco es luz, es encanto, es música; hasta las disci– plinas y los cilicios son en sus manos instrumentos músicos. Es amor divino, amor que se extiende en abrazos amorosos a todas las criat:uras provistas o no de razón. Son obra de Dios y esto lo saca fuera de sí y a todas las ama, a todas besa y a todas con– vida para que se le unan y juntos canten las ala– banzas del Creador. Sus ambiciones, antes de su conversión, fueron ambiciones caballerescas y, como tales, idealistas e impregnadas de un amor que nosotros no podemos sospechar. Sus maneras, su porte, sus juegos eran los de un caballero. Respeto, delicadeza, pureza de intenciones. La gloria le obsesionaba; los trajes vis- 133

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