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bían vivido en su amable y provechosa comparua, recibiendo en toda ocasión propicia muestras de su predilección amorosa, de su amistad altamente sen– tida. Francisco se ha despedido de sus hijos con ternura inexplicable, los ha bendecido uno por uno. El Padre calla, quizás quiere ahogar las lágrimas afectuosas que intentan salir de sus ojos sin luz de tanto llorar la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Angel y León interrumpen aquel silencio aflictivo con las estrofas del Cántico del hermano Sol. Fran– cisco, sumido en éxtasis, parece escuchar las melo– días angélicas en tanto que en sus oídos resuenan las melodiosas estrofas que tantas veces él había cantado. Los cantores han terminado el himno; callan para no descubrir toda la inmensa pena que los devora. Ya no brilla el sol, se escondió tras las crestas de la mon– taña. Silencio impresionante; se escucha el aleteo de la penosa respiración del santo y crucificado mo– ribundo. En la ciudad había cesado la vida ciudada– na; se habían cerrado las puertas y levantado los puentes levadizos de la ciudad. Se habían extinguido las voces de la campana de la « q u e d a » . Francisco se anima, descubre y siente alegre los pasos de la h e r m a n a M u e r t e que se acerca y la recibe cantando: Mi voz dama a Yahvé mi voz implora al Eterno. An·te El exhalo mi queja Ante El derramo mi angustia. 106

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