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cristiana de un corazón femenino, de su hija en Cris– to, Clara de Asís, el dolor daba los últimos retoques a aquella santísima ánima que, muy pronto, remon– taría el vuelo a la celestial bienaventuranza. La solicitud de Clara era patente, ma.nifiesta, buscaba el alivio del amado Padre, pero con gran pesar de su delicado corazón no lo conseguía. Fray León ;unía s.us esfuerzos a los de la virgen Clara y, aunque no se rendía ante el fracaso de sus carita– tivos trabajos, se convencía que la enfermedad ga– naba terreno. El amigo dilecto caminaba al sepulcro. Muy pronto la muerte trataría de separarlos sin conseguirlo. La amistad verdadera, la amistad cris– tiana no se rinde ni aun en presencia de la muerte. Porque la muerte santa no separa del todo a los amigos, tan sólo se interpone entre ellos, digámoslo así, extiende entre ellos un velo tupido, misterioso. Este velo no impide la corriente maravillosa de una espiritualidad desconocida, pero que alumbra su nacimiento la consoladora c o m u n i ó n d e 1o s santos. Es verdad en alto grado confortadora: los que mueren en Cristo siguen unidos; y los que en Cristo se amaron, su amor en el Corazón de Cris– to se reembalsa; y la amistad que bajo las miradas de Cristo se forjó y Cristo alimentó y santificó, Cris– to, que es la verdadera vida y en esta vida se su– mergen todos los que felizmente en Cristo murieron, la mantienen viva y nimbada de celestes resplando– res. Los amigos, cristianos de verdad, al morir, se despiden para emprender un largo viaje; al final de la jornada volverán a encontrarse y llamarse amigos y se abrazarán con abraZo eterno. 91

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