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Fray Saturnino no se sintió seguro, a causa, indudablemente, de los reg}stros, en el domicilio de sus parientes, razón por la cual salió de allí y marchó errante, llamando a una y otra puerta hasta que, por fin, pidió asilo en la calle de la Verónica, cuyos moradores le recibieron con toda amabilidad y caridad. El señor don Francisc() Avila Balbo, hijo de familia entonces, hoy casado y funcionario del Cuerpo de Prisiones, es quien ha tenldo la amabUidad de referirme al detalle la llegada y el comportamiento del siervo de Dios fray Saturnino en su casa, en los términos más edificantes. «A primeros del mes de agosto-dice-se presentó en nuestro do– micilio de Madrid preguntando por Pepe, ordenanza de la Real e ilustre Esclavitud de Nuestro Padre Jesús de Medinaceli. el cual se encontraba escondido en nuestro domicilio. Una vez dentro dijo que se encontraba desamparado, habiendo perdido el contacto con los padres y hermanos de la comunidad. Y con toda tristeza manifestó que había pasado un calvario pidiendo asilo en diferentes casas de personas muy conocidas por sus ideas piadosas, pero que todas las puertas se le habían ido cerrando a causa del pánico existente por la persecución de las milicias, y que no teni.endo lugar donde poder cobijarse, había decidido, a pesar de no conocernos personalmente, solicitar nuestra protección, cosa que sin titubeos le ofrecimos. muy especialmente mi madre, doña Josefa Barbo Tirado. >Durante su permanencia en mi casa observó una conducta ejem– plar en todos los aspectos, no dejando de cumplir sus deberes como relig.ioso, hasta el punto de poder asegurar que se ocultaba en una de las habitaciones y castigaba su cuerpo con las disciplinas que llevaba consigo y que eran de cadenas de alambre. Alguna vez le dijimos humorísticamente que ya estábamos bastante mortificados por las circunstancias para buscar encima nuevas mortificaciones. Al oir esto sonreía cariñosamente, pero seguia impertérrito su plan... Era amable, abnegado, humilde, afanoso para no molestar a nadie, para ayudar en lo que podta, al extremo que algunas veces parecía pensar más en nosotros que en sí mismo. En todo momento se mos– tró sereno, incluso alegre, y no por inconsciencia, pues que se daba cuenta muy clara de los terribles momentos que viviamo·s, sino por– que, a lo que yo creo, le sostenla en esta firmeza su profundo espí– ritu religioso. Quise yo conservar las disciplinas, aunque luego, por la natural confusión de aquellos tiempos, las perdí. El, por otra parte, realizaba estas prácticas de mortificación con tal sigilo, que jamá.s le oimos el menor comentario.» El siervo de Dios trazó su programa de vida en la casa que tan cariñosamente le habían recibido, programa taquigrafiado y que, traducido, dice: 382
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