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pegar!~ un tiro si en todo no les obedecía como un chiquillo. Durante la noche las cosas iban peor. Los dos primeros días le dejaron dor– mir en su antigua habitación; pero al darse cuenta que al entrar en ella se arrodillaba para rezar, le obligaron a dormtr donde ellos, es decir, donde tenían el cuerpo de guardia, a la entrada de la igle– sia. Allí todo eran burlas y palabras obscenas y amenazas continuas de muerte, distinguiéndose en las irrisiones los que más favores le debían, pues eran los peores. Entre ~nos había unos guardas de Val de Peña, que eran los que hacían guardia de noche en el asaltado convento. en unión con otros; y s~gún contaban las mujeres arpías d~ aquellos milicianos, eran los que más le insultaban, sobre todo uno llamado el Rubio, qu~en unos meses antes de la guerra tenía dos hijos educándose en el convento con el padre Juan José de Bilbao; e incluso llegaron a decir dichas arpías que fué uno de los que dis– pararon contra él. Entre los diversos casos que contaron aquellas muj~rzuelas con relación a los insultos y amenazas dirigidos contra fray Gabriel, es eL s iguiente: Cierto día llegaron varios milic~anos del frente de ba– talla; al verle le llamaron toda clase de insultos e improperios, y a toda costa querían matarle allí mismo, llegando a sacar las pistolas y ponérselas al pecho; gracias a la intervención de otro que, apar– tándolos rápidamente, lo salvó aquel día. Sin embargo, fray Gabriel les dijo con toda tranquilidad; «Tantas veces me he wsto en la boca del cañón, que no tengo miedo a la muerte.» Indudablemente que la mayor de todas las amarguras padecidas durante el cautiverio fué la amenaza que frecuentemente le hacían de casarle con una miliciana; a él, que por servir a Dios y conservar intacta la virtud de los ángeles había renunciado a un honesto y ventajoso matrimonio en su mocedad, ¿proponerle unirse con una de tantas arpías, que entonces eran poco menos que glorificadas pnvada y públicamente por sus compañeros pecadores a causa de su vida depravada, soez y pecaminosa?.... El hon~sto y buen herma– no, no pudiendo soportar s~mejante afrenta, derramaba lágrimas y pronunciaba las palabras ya en él clásicas: «Mátenme, pero yo no consiento eso.» Y no consintió. Que ¿cómo han llegado hasta mi estas noticias tan interesantes? Porque, recogidas por el venerable hermano fray Eleuterio de Roza– lén, abnegado misionero en el Vicariato Apostólico de Machiques, él me las ha transmttido por escrito desde aquellas tierras, las cuales le fueron referidas personalmente por tres compafieras de los mili– cianos que con ellos ·compartieron sus fechorías en la casa de Dios. Cuando yo procuraba documentarme para pergeñar los principales rasgos onomásticos de fray Gabriel, me informaron que todavía 321 21
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