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JH!'TORIETAS Y OnENTOS 35 medad, que le duró toda su vida. Con este escarmiento. dice la tradición, no se repitió en otro la insolencia y el desprecio del mandato del rey. La personalidad del rey era para los kanakas una cosa di– vina y sagrada. Los reyes eran invulnerables, respetados por todos; en las guerras el rey no entraba para nada, no tenía ad– versarios, y los peleadores nunca veían rivalidad en él. Todos indiferentemente le rendían homenaje al verlo; por ejemplo, los guerreros armados, todos rendían sus armas ante él al pa– sar. Si peleaban entre sí las tribus, no se inclinaba por una ni por otra; dejaba que se entendieran ellas, pues cada tri– bu tenía su jefe. Semejante al caso anterior, cuentan los kanakas otro de tiem– pos no lejanos y es como s1gue: · En una pequeña bahía, no lejos de Vaihú, hay una cueva que da al mar; en ella vivía un hombre, especie de anacoreta, de extraord.naria complexión muscular y de gran espíritu, a tal punto que los kanakas le respetaban en gran manera y acudían a él como a un semidiós a implorar favores; pero nunca osaban ir a molestarlo estando retirado en su cueva o cercano a ella; si alguno lohacía, el semidiósle reprendía suavemente y le preve– nía que, si otra vez lo hacía, corría el riesgo de enfermar de los pies y no poder andar. Nada le pasaba al que, sin saber, se le acercaba en su retiro; pero, si sabía y no creía en la amenaza, salía mal en la prueba. Así les pasó a varios irreligiosos, que recibieron el castigo al momento de acercarse, por irrisión y desprecio del aviso pater– nal del anacoreta: a unos se les inflamaron los pies y quedaron imposibilitados para andar; a otros les salieron asquerosas lla– gas. Aun ahora pasan con respeto y timidez, los isleños, por el sitio del apreciado anacoreta. Yo mismo he visto ese lugar y la cueva y noté que las personas que me lo indicaron mani– festaban cierto respeto y como que hacían lo posible para no acercarse mucho; saben que ya no sucede nada malo al que

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