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CONSIOl!lRAOIONillS EXPUlilSTA::I 111 las llagas, la nariz sehunde y comienzan a desaparecer la piel, la carne y los huesos de las extremidades; son cadáveres en los cuales no sé pc.r qué extraña anomalía queda apt isionada el alma. Durante seis meses he vivido al lado del lecho de lo3 apes– tados, los he palpado, me he inclinado sobre ellos para oír sus confesiones, para ungir su cuerpo para el último combate de la vida o para alimentarlos con el pan de la divina fortaleza. Nunca había experimentado, sin embargo, una impresión como la que me cau<>ó la lepra, y, más que ella, el hambre y el abandono de los leprosos. En un momento el vértigo anubló mi vista y hube de salir para respirar el aire y volver en seguida a continuar en el cumplimiento de mi obligación. Era necesario aislar y atender en forma elemental siquiera a estos enfermos. Para eso estudié en el segundo viaje 1 a po– sibilidad de instalar el Lazareto en Mutunui, islote de cin~o o seis cuadra.;, situado cerca de la Isla. Desgtaciadamente eso no era posible: el islote es cubierto por las olas en los días de tempestad y la comuni::ación con la Isla es demasiado difícil para poderlo proveer regulatmente de los artícülos de alimentación. Era necesario contentarse con mantener el posible ai.;lamien– to en un rincón de la Isla. Para eso se com~nza10n a c::mstruír cuatro .~asitas y estan– que-3 par·a el a~ua; pero es necesario dotar a lo~ leprosos de ca– mas y del menaje más indispensable; yhayquep1oveer a los en– fermos de remedios, alimentos y ropas. Los pobres lep10sossondignos de vuestra compasión y acree– dores a vuestras limosnas, p0rque son los más infelices de tos hombres. En el se~undo viaje fui varia,:; veces a la leprosería con el Pa– dre Bienvenido y el Hermano Modesto, abnegados capuchi– nos que me acompañaron en la misión.

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