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110 BIENVJ!lNlDO DE J!l~TELLA plegaria y la acción de gracias del pecho de ese pobre cuasi– cadáver! Cerca de él eataba el pobre viejo Uentoru, con su cabeza. llagada y sus piernas paralizadas: ya ha perdido un ojo y tiene amenazado el otro. Allí está también Teletía, muchacha de 18 años que pare– ce tener 60, y la bondadosa María Andrea, que con su cara roída y su garganta enmudecida por la lepra, es, sin embargo, el úni ;o consuelo de la leprosería, porque tiene sus manos sa– nas y puede ayudar a sus hermanos de infortunio. Pero eatos pobres no tienen qué comer. Con 1::>~ restos de sus manos carcomidas deben desenterrar del suelo pedregoso unos cuantos camotes; éstos y unos pocos plátanos son todo su alimento. Uno de los leprosos, un muchacho alto y simpático, que tiene carcomidos txtos los dedos de ambas manos y loa pies mutilados hasta el empeine, con grandes llagas purulentas, me decía: «Señor Obispo, loa que tienen manos deben ganar con ellas su comida, pero nosotros que no las tenemos... ¿qué podemos hacer?» Y, como viese mi turbación, agregó: «Se– ñor Obispo, peor que la lepra es el hambre». No había vistoni imaginado jamás una cosa semejante. La le– proselÍa de Pascua es peor que el suplicio del Conde Rugo– lino, aquel que en la torre del hambre roía los huesos de sus hijos y se alimentaba comiéndose sus propias manos. ¡Oh deleznable fragilidad de nuestro cuerpo! Basta que un va~ilo impalpable penetre en nuestro organismo con la pi– cadura de cualquier bicho o t:on el aire que respiramos, para que la obra de destrucción quede decretada para cumplirse a corto o a largo plazo. Es el vacilo de Hansen, semejante al de la tuberculosis, el origen de este terrible mal. Aparecen primero algunas man– chas tojiza<; en las mejillas o en el cuello, se descolora a man– chas la piel, se recogen los dedos paralizados. Después vienen

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