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- 62 - Porque a decir verdad, hasta su muerte vivió desde en– tonces enteramente consagrado a la predicación, a toda cla– se de predicación, des<le la más sencilla hasta las de más al – tes vuelos, lo mismo de panegíricos que de pláticas, de Ejer– cicios espirituales a religiosos o seglares~ que de sermones de Misión, anunciando siemprE: con unción, con frase cálida y fogosa la divina palabra. Ese f ué su ideal .:re alma de após– tol: la predicación llena de caridad, de amor, ele entusiasmo, que sabía comunicar a las multitudes. P ara conocer debidamente lo que era la elocuencia dfl P. Manila es necesario haberle oí·do en alguna de sus gran– des Misiones, sobre todo en los últimos días, al verse rodea– do de ingentes muchedumbres ávidas de oír su palabra, aten– tas y fervorosas, o en una solemne novena, o al hablar a una peregrinación, u organizar alguna procesión, o en algún acto patriótico; su alma se entusiasmaba entonces de tal mane– ra, que parecía salir ·enteramente de sí; se encendía su ros– tro, parecía que todo su cuerpo hablaba, se movía en todas direcciones, dejando traducir al exterior los sentimientos y afectos que bullían con gran fuerza en aquel gran corazón. Sí, el P. Manila, más que otras bellas dotes oratorias, poseía un gran corazón y a impulsos de él hablaba y obraba muchas veces sin poder contenerse. Imposible de enunciar siquiera los pueblos y ciudades más importantes de Cataluña, Castilla, Asturias, León, Ex– tremadura, etc., que fueron testigos de su elocuencia y de su entusiasmo, donde misionó o predicó y donde todavía le recuerdan ron amorosa gratitud. FERVOROSO Y OBSERVANTE Si ahora quisiéramos considerar al P. Manila como reli– gioso, dos virtudes, a nuestro modo de ver, resplandecieron en él principalmente. Fué en primer término su amor .:j. la pobreza, mejor dicho, su pobreza efectiva, consistente sobre todo en buscar para si las cosas más despreciables, de modo especial en el vestir.
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