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-so- te, que por ese motivo y en virtud de los privilegios que por sus cargos le ·fueron concedidos, podía dispensarse de algu– nos actos de comunidad, no hacía uso d'e ellos sino en rarísi – mas ocasiones: por verdadera y urgente necesidad, y much2.s vt.ces porque así se lo ordenaban los Superiores; a tgtienes él obedecía ciegamente, y cuyas órdenes, en esto como en todo, acataba con humilde rendimiento. Lo mismo en eso (}He en la observancia de las leyes, era, casi podíamos ::tecir, ex– tremadamente meticuloso, poco menos que rayando en el es– crúpulo. Así era, según mi modo de ver, el P. Fernando, tal como lo hemos presentado, adornado de tan preclaras virtudes; así era, y en este mismo concepto lo han tenido los demás re– ligiosos y cuantas personas con él trataron. Por eso no son para contadas las veces que, terminada la guerra, hemos oído repetir a religiosos y sacerdotes, a sus amigos y a cuantas personas le conocieron, y, sobre todo trataron en la intimi- • dad, esta sobria, cuanto significativa frase, que en el modo de pronunciarla indicaban manifiestamente su profundo C{)nvencimiento : " ¡Era un Santo... todo un Santo!" A la aureola de su santidad y de sus virtudes Dios quiso agregarle también la del martirio; lo había deseado muchas veces y muchas veces, asimismo,. lo había propuesto a los de– más, como la máxima gloria, como la suprema aspiración de un alma, como digna corona y remate de una vida religiosa. A LAS PUERTAS DE LA REVOLUCION Mes de julio de 1936. Su hermano don José se encuen– tra a la sazón en Madrid, de paso para Barcelona, donde le habrá de sorprender la revolución. Estuvo a visitar al Pa– dre Fernando. Lo encontró muy decaído y falto de salud, a causa, sobre todo, de una colitis que venía padeciendo. Ante los rumores que ya en los primeros días del mencionado mes circulaban por Madrid, le invitó e instó para que fuese a pa– sar una temporada al lado de su familia, que a la sazón es– taba veraneando en una aldea de la montaña de Pontevc-

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