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\ - 25- cillez de niño y bondad seráfica que perfumaba su vida y le atraía las simpatías de todos. Aquel trato sencillo que a todo se avenía, que todo lo miraba sin preocupaciones de ningún ~énero, sin extrañeza de ninguna clase, ni aun las burlas de los tnalignos ni las sonrisas de los desvergonzados. Dios premió a veces esa sencillez sufrida y callada. Cuan– tos con él convivíamos en Madrid poco antes de la guerra, le oímos referir el siguiente caso. Entrando en cierta ocasión en la estación del Mediodía esperando subir al tren para ir a Pinto a confesar a las Religiosas Capuchinas, de las que era entonces confesor ordinario, varios de los mozalbetes que por allí andaban paseando, se mofaban de él con risas y gui– ños burlones. El P. Andrés se dió por desentend ido: nada les dijo. Mas he aquí que, subido al tren y al poco tiempo de pone1·se· en marcha, se acerca a él un caballero para de– cirle hiciese el favor ele oírle en confesión, favor que en modo alguno le negó. Después de confesado le manifestó el men– cionado caballero que había estado observando en la esta– ción cuanto decían y hacían aquellos mpzalbetes, y al ver la tranquilidad del P. Andrés y su paciencia en callar a cuan– to le dijeron, su corazón se había movido a arrepentirse de sus pecados y confesarse. AMOR A MARIA Hagamos notar, por fin, su devoción a la Santísima Vir– gen. Las dos advocaciones que le eran más simpáticas fue – ron las de la Inmaculada y Divina Pastora, aquélla por ser en su principal misterio la Patrona de toda la Orden Fran– ciscana, y ésta por haber sido introducida y propagada por los Capuchinos españoles. Por eso, durante los últimos años de su vida, en que estuvo al frente de la Congregación del Escapulario Azul, estableóda en nuestra iglesia de Madrid, se propuso levantar a la Inmaculada un altar lo más digno de ella que le fuese posible, y en efecto, llegó a ver realiza– dos sus deseos en diciempre de 1935, en que, al celebrarse la Novena, se inauguraba aquél con toda solemnidad. Todo fué