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s~1bía a r piso de arriba con don Celso y algunos de la casa ; solamet1te en días en que asistían otras personas de fuera y de absoluta confianza, celebraba un poco más tarde. De ese modo y tomando esas precauciones, -evitaba las sospe– chas de algunas vecinas, mal intencionadas, que hacían co– rrer el rumor de que en aquella casa se celebraba Misa. El resto de la jornada distribuíalo _ el .P. Ambrosio entre sus rezos, estudios, lectura, conversación con la familia y asimismo ciando algunas lecciones a los niños de don Celso. Cierto es que, corno dejamos dicho, durante el tiempo que vivió en esta casa no pisó materialmente la calle; reci– bió, en cambio, numerosas visitas, incluso de algunos sacer– dotes y religiosos. Su vida se deslizaba tranquila, saturada de inquietu– des, pero támbién de esperanzas; el P. Ambrosio, pletórico siempre de sano optimismo, nunca perdió la esperanza del t riunfo de los nacionales, y, por lo que a él se refiere, si bien se le veía nn tanto preocupado por lo que pudiera ocurrirle, jamás pensó que sería una de tantas víctimas. No obstante, estaba muy cercano el día de su detención. Mas antes, y para mejor encuadrar lo sucedi(io, vamos a hacer una pequeña digresión que dará mucha luz a cuan– to luego referiremos. CEDULA TRAIDORA El P. Ambrosio, como la casi totalidad de los religiosos, estaba completamente indocumentado. Tenía, es verdad, cé– dula personal, pero como religioso, que en fin de cuentas no servía sino para comprometerle en aquellas circunstancias. En vista de ello había insistido muchas veces para que, al menos, se le procurase una cédula personal. Incluso llegó a insinuar a las señoritas de Gándara, donde había estado, para que la pidiesen al Hotel Victoria, por si acaso algún viajero se hubiese dejado olvidada alguna que él pudiese uti– lizar y le sirviese de documento acreditativo de su persona– lidad, aunque en realidad fingida. Nada se encontró en di-

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