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Bien, sieM> bueno y fiel 377 De la comunión del día siguiente y de la fiesta en casa no conservo ningún recuerdo, solamente que continuaba a sentirme bueno. Por la tarde fuimos invitados todos los ocho por la molinera a una merienda, porque uno de los chicos era hijo suyo. El cura nos había regalado a cada uno una pelota de cuero. Todos la teníamos en el bolsillo, todos queda– mos jugar a pelota contra la pared de la casa; pero nadie quería exponer la suya, porque allf a dos pasos estaba la acequia del molino. Yo me vi con– tento de hacer aquel sacrificio en un día como aquel, después de la con· fesión del día anterior. Eché, pues, mi pelota; a las primeras de cambio la pelota fue a para r a la acequia, que corría muy profunda; por la acequia fue a parar al río Salazar. Y ya no se jugó. Recuerdo que, no sólo no sentí pena de haber perdido mi pelota, sino que sentí gozo interior, y me pare– ció que jesús estaba comento. Aquella sabrosa suspensión en Ososki Pasó la primera comunión; yo seguía deseando ser bueno. A decir ver– dad todos me apreciaban; me gustaba ir a la escuela y bien poco andar detrás de las yeguas o de las vacas; me emretenftt con cualquier cosa y mc\s de una vez fui reprendido por el guarda por haberlas dejado ir a los sem– brados. Me gusta estar solo; solfa estar en el cuarto leyendo o d ibujando, o sen– cillamente dejando vagar la fantasía, por lo cual mi padre me llama el monjo . A mi madre, hacendosa y amante del silencio, le agradaba mi modo de ser. Debfa de andar por los once años, según mis c:Hculos. Teníamos ya un rebai\o de ovejas, del que se hacía cargo mi hermano Martín, que me lle– vaba algo más de tres años: De vez en cuando me tocaba sustituirlo, si bien tampoco las ovejas me atraían. Un dfa del mes de marzo tuve que ir con ellas. Mi madre me preparó la mochila: pan con chula y algunas nueces. Y añadió un libro que lleva– ba por título Los siete domingos de san José , santo de su devoción, por– que ella se llamaba Josefa. Siguiendo las indicaciones de Martín, empujé el rebaño hacia Osoki, un bosque de enc inas, entre las cuales crecía la yerba fresca en primavera. Las dejé pacer libremente y yo me senté a la sombra de una encina, teniendo detrás de mí la roca en la que se abre el agujero del moro, una gruta con restos prehistóricos. Abrí el libro, en que hallé relatos edificantes de milagros atribuidos a san José Después me detuve en una meditación, cuyo argumento no recuerdo; lef algún párrafo y sentí la necesidad de interrumpir la lecmra y abando-

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