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376 MISION DESDE ROMA(1965 -1997) Y entre tanto tú caminabas a mi lado como un desconocido, lo mismo que en la tarde de Emaús. Mis ojos eran incapaces de reconocerte; y, lo digo con sonrojo, muchas veces ni siquiera al partir el pan (Le 24, 18.35). Y no obstante tú no te has alejado de mi. Me has hecho muchas veces sentir tu presencia, tu compañía, quedándote como a la espera de una palabra mía, que no fuera sólo ritual, de un latido, siquiera de una mira– da, de amor... Ahora que me concedes, Señor, el don de una vejez serena y todavía fecunda, me haces sentirte próximo, porque tú no has cambiado; y recla– mas el espacio que por tantOs años no te he concedido, porque lo tenía todo lleno de mí: de mi vanidad, de mi ambición, de mi exhibicionismo, de mis planes y rareas urgentes... Y tú siempre a la puerta, llamando y esperando. Mi agenda estaba siempre a tope; pero en ella no había espa– cio para ti. Sé que es propio del anciano mirar hacia atrás, refrescando con nos– talgia tiempos que no han de volver, si bien mi tendencia es mirar hacia el presente y el futuro, con el alma abierta a las sorpresas que tú, Creador y artífice de la histOria, nos reservas. Y me he sentido estimulado a repro– ducir, con gratitud, ciertos momentos de mi peregrinación terrestre en que tú, Padre amoroso, intentaste irrumpir en mi existencia, aunque, lo reconozco, sin lograr mi respuesta amplia y generosa. ¡Seas bendito por todo! Mi primera confesión a /.os seis años Fiesta de la Ascensión de 1920. Era, por tradición, el día de las prime– ras comuniones. Aquel año éramos ocho, seis niños y dos niñas. Aunque le edad solía ser de siete años, fui admitido en el grupo con seis años y nueve meses. Era párroco don Victoriano lzal, un salacenco pura sangre, algo rudo, pero noblote y accesible. Nos preparó con la ayuda del joven maestro Juan Lacasia. De víspera nos confesamos con é l. No sé de qué pude acusarme en aquella confesión. Sólo recuerdo, como si fuera ahora, que recibida la absolución y rezada la penitencia, me sentí asombrosamente aligerado. En el camino del pueblo a nuestra casa, que está algo distante, me pareció que mis pies no tocaban la tierra. Me sentí sencillamente bueno. Y tú, Sei'ior, por primera vez en mi vida, me hiciste gustar la suavidad de tu amor: una experiencia sin duda muy infan– til, pero verdadera. Ahora te bendigo por haberte dado a conocer tan pró– ximo.
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