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Romualdo. sítencioso y sollador. Aspurz 1913-1926 29 Con todo, mis mejores recuerdos de aquellos años son de mi trato con las niñas de mi edad [...]. A esta misma edad [unos 12 años] me ocurrió un día un pequeño idi– lio, que se me ha grabado en la memoria como un rompiente de luz trans– parente. Creo que fue el primer despertar de lo que pudo haber sido amor. Iba yo un día muy hermoso de primavera con la comida al campo, donde estaba mi padre con algún peón. En esto se juntó en el mismo camino una niña de mi edad que iba con el mismo encargo un poco más lejos. Nunca nos habíamos tratado. Comenzamos a hablar muy cordialmente; yo cono– da que ella iba a gusto conmigo y yo tambi(.<n me sentía feliz de acompa– ñarla. De camino nos diverrirnos mucho con unas perdiganas que encon– tramos fuera del nido. Al separamos, nos concertamos para volver juntos. Cuando yo volvía, después de la comida, ya ella me estaba esperando en el camino. Otro rato de diversión con un conejo que saltó a nuestro paso y se nos ocultó en un zarzal; no pudimos cogerlo, porque en el momento en que lo renfamos más acorralado, dio un salto y se rió de nos– otros; pero gozamos mL1cho aquel rato. Llegados al pueblo, nos despedi– mos. Y ya no volvimos a vernos nunca solos. Ni sé cómo se llamaba ni dónde anda. Para mí no tiene otra existencia que la vivencia de aquel día. Era tímida, de color muy blanco, pelo rizado, ojos soñadores, muy delica– da y fina. Podía haber sido mi futuro amor, un amor puro y sutil, como yo entonces lo entendía, si mi camino no hubiera sido trazado por Dios en otra dirección. Pero para entonces El se había introducido ya en mi vida. Mi primera experiencia de oración mental Desde muy niño me había habituado a estar solo. La soledad, e l silen– cio, bajo el azul del cielo, en el pinar lleno de sombra y de rumor, o en los secos encinares, o en la cima del monte enrre las hayas, se me hada ~iem­ pre amable. Pocas veces sentí la necesidad de estar acompañado. Y en aquel silencio el Señor se me iba haciendo sentir sin yo procurarlo. Tendría yo unos diez años. Algún día que otro me tocaba suplir a mi hermano mayor en el cuidado del rebaño de ovejas. Era en e l mes de marzo, y mi madre, que estaba en todo, al ponerme el companaje en e l zurrón me metía también un libro con los Siete Domingos de San jos~. ¡El santo Esposo de Marra la bendiga y la haga feliz en el cielo por aque– lla buena obra! Uno de los días me había senrado al pie de una encina -si ahora fuese al lugar podría aún dar con ella-; iba leyendo una de las medi– taciones de los SieLe Domingos, y de pronto me vi forzado a cerrar el libro y me quedé en suspenso, sabrosamente embebido en lo que acababa de

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