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154 FORMADOR EN LA PROVINCIA(1942·1965) sas, y sabían que si lograban que fueran al P. Lázaro, aunque no fue ra más que a presentarse, el cambio sería seguro. Había semanas en que estaban muy "revueltas", ingobernables, pero llegado el día de las confesiones todo cambiaba por completo. Una vez se escapó una sin darse cuenta las religiosas; ya fuera, no supo adónde ir y optó por ir al convento y llamar– me al confesonario. Bastaron dnco mi11utos para convencerla de que había obrado mal y la envié de nuevo. Me obedeció sumisamente. Para que la cosa fuese menos violenta hablé por teléfono, rogando a las reli– giosas que dejaran la puerta abierta, para que entrara sin ser vista, y que luego no le dijeran nada. Me querían de veras y cada una creía que era la preferida del Padre. Por eso no había emre ellas celotipia respecto del confesor, siendo así que eran tan celosas respecto de las religiosas si intimaban con alguien o aten– dían a una más que a otra. Era un afecto filial, sin riesgo ninguno, pero de una confianza ilimitada, aun en las cosas más íntimas de una mujer. * * * Nos hemos detenido en estas páginas porque nos parecen un gran tes– timonio sacerdotal. Y al propio tiempo son un canto a la mujer. Con las novicias de las Oblatas Al cabo de varios años la Maestra de Novicias (el Noviciado contiguo a la casa de la reforma) se empeñó en que yo fuese confesor de las novi– cias. Como éstas eran muchas - unas 80 entre novicias y postulantes - no podía yo aceptar si no era dejando a las recogidas. A mí c iertamente me halagaba más la labor con las novicias, aunque sentía dejar a las otras. Dije que lo arreglaran las superioras, y venció el empeño de la Madre Maestra. Cuando se enteraron mis penitentes hubo en la casa de reforma lloriqueo y lamentos de desesperación. Tuve que ceder en parte, quedán– dome sólo con las "Marías" o "hijas de casa" - es decir, las que se queda– ban voluntariamente una vez llegadas a la mayor edad, para llevar vida de convento; eran las que más necesitaban de mí y las que más me querían y me siguen queriendo. [...] Mi labor con las novicias no pudo ser muy a fondo porque eran muchas. Con todo entré también cuanw pude en el corazón de la joven llamada a la vida religiosa. La mayor parte de ellas eran adolescentes entre los 16 y 20 años, procedentes del aspirantado, muy inocentes de ordina– rio, muy manejables, pero ligeras, de vida poco profunda, porque el imer-

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