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El corazón de la mujer 153 mirada complacida del Esposo de las almas vírgenes, hija mimada de la Madre Virgen, compañera de los ángeles" - "No, Padre, yo ~é que eso ya es imposible para mí. Dejé de ser virgen, y ¡para siempre!" (y lloraba humillada la pobre hija). Un día una de ellas, ya muy animada a llevar una vida pura, me vino llorando amargamente. La hermana encargada de ellas les había dicho más o menos: "Nosotras, las almas vírgenes, acompañaremos al Cordero siempre en el cielo, formando su corte de honor, y cantaremos el canto que sólo las vírgenes pueden cantarlo. Pero las que no sois vírgenes no lo podréis cantar..." Me enfadé mucho, y le expliqué a la pobrecita que, lo que vale ante Dios no es la virginidad material, esa integridad corporal que se puede perder por tantas causas, sino la verdadera virginidad del alma, y ésta se puede recobrar cuando se ha perdido, y hasta con ventaja, porque será una virginidad humilde, agradecida, mucho mejor que esa otra virginidad orgullosa, quizás sin amor. Tuve consuelos muy grandes en este sentido. Era maravilloso ver cómo se levantaban del lodazal, cómo luchaban generosamente, cómo obtení– an victoria en las peores tentaciones y contra malos hábitos muy arraiga– dos, cómo llegaban hasta a recuperar la flor del pudor femenino, perdido totalmeme, y adquirían una delicadeza perfectamente virginal en la modestia consigo mismas. Y ¡qué momento más feliz les proporcionaba cuando por fin les permitía hacer voto de castidad, primero por una sema– na, luego por un mes, luego por medio año y por fin para un año emero, renovándolo todos los años el día de la Inmaculada! Se sentían redimidas de nuevo. Yse me abrían totalmente, sin ocultarme nada. Sabían que yo no las traicionaba nunca; sabían que yo no hablaba con las religiosas fuera del confesonario, por lo tanto no tenía otra fuente de información que lo que cada una quería decirme. Y así me enteraba al detalle de todo lo que suce– día en la casa y podía aconsejar a cada una, mejor, reprender, mandar y castigar según los casos, o también animar, devolver la paz. Venía una llo– rando, desalentada, dispuesta a marcharse por algo que le había ocurrido (¡hay tantas envidias, celos, rabietas cuando viven juntas muchas muje– res!), y no la dejaba salir del confesonario sin verla tranquila y alegre, d is– puesta a perdonar o a pedLr perdón. Otra venía altiva, llena de soberbia, en una actitud de no someterse a nada ni a nadie, quizás dispuesta a seguir en la huelga de hambre que había comenzado (porque era frecuente este caso), y yo la recibía con suavidad, pero luego la humillaba hasta rendir– la, hasta hacerla llorar..., y salía cambiada. Lo sabían muy bien las religio·
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