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El eo<azón de la mujer una afectividad torturada o desviada. Jovencitas lanzadas al vicio por sus propios f f 1 padres o tutores, criadas sencillas llegadas de los pueblos a la ciudad y luego burladas por 11 111 11 el señoriro, corrompidas por la duei'ia, ¿quién sabe? Otras veces había sido la misma violencia de la sensualidad la que las había lanzado al lugar del pecado. Pero también me hallé con algunas que eran víctimas úni– cameme del egoísmo de los padres. Recuerdo el caso de una jovencita excelen– te. La habían llevado sus padres y la tenían incomunicada, sin visitarla una sola vez. Compadecido de su sufrimiento, me decidí a hacer una visita a sus padres para conseguir que al menos fueran a verla. ¿Era que no la querían? Todo lo contrario. "Si vamos a 151 verla - me respondieron - nos la traeremos En Asís, basllica de S. Franci$co, 1967. con nosotros, y la queremos tener allr'. Y me contaron lo ocurrido. Era hija única. Mientras fue niña, la idolatraban y ella les correspondía. Pero a los 16 aiíos notaron que se enfriaba el inte– rés por ellos y supieron que la causa era un chico que la acompafiaba. Estaba enamorada. El disgusto fue tal, que sin más la encerraron. Cuando yo les hice ver que lo único que iban a con~eguir era hacerle perder su reputación para toda la vida, se avinieron a sacarla, pero se fueron con ella a Francia, a fin de quitarle de la cabeza otro amor que no fuera el de ellos. Asomarme al corazón de la mujer caída fue lo mismo que asomarme al lodazal del vicio impuro en sus manifesmciones más repugnantes. La mujer no perdió mucho ante mí¡ el que perdió fue el hombre. Vi a la mujer hecha instrumento de placer, humillada, tirada, tratada como un puro objeto para el hombre, sometida a todos los peores caprichos de éste, obligada a prestarse a las formas más degradantes de satisfacer e l placer camal que la imaginación humana puede inventar. Muchas veces era la necesidad de ganar la vida lo que había obligado aquellas mujeres al vicio¡ pero más generalmente el origen había ~ido esa ansia de amar y de ser amada que impulsa a la mujer a darse al hombre. Y una vez que habían visto su amor burlado por la sensualidad burda del hombre, perdían el sen– tido de la dignidad femenina, se sentían malas, y seguían el camino empe– zado.

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