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El. Padre Adoain entre los salvajes 93 ------------~~~~~~~~~~~~~----------~~ pretexto de educarlos, sin nuestro ·permíso. 6.• Que todos los que quieran tener indios para su servicio, acudirán a los misioneros para que los concierten y sepa¡1 lo que cada in– dio gana al mes o al año. 7.• Que todo indio, desde el mo– mento que se convierta, se sujeta a la ley y goza de las garantías de todo ciudadano.» (Id. p. 27.) Semejantes disposiciones, dictadas para proteger a los desgraciados e ignorantes indígenas, causaron universal re– gocijo entre éstos; fueron muy aplaudidas y atrajeron hacia los misioneros todo el cariño y confianza de aquellas · po– bres gentes desamparadas hasta entonces. Por el contrario, hicieron arrugar el en!recejo a algunos codiciosos merca– deres, casi todos blancos, que merodeaban por aquellos pa– rajes, co.n el único fin· de chupar la sangre de los indios, cual insaciables sanguijuelas: Nuestros dos misioneros no se daban punto de reposo: se privaban del sueño por atender al bienestar de los in– dios. Y entre tanto estaban sufriendo hambre, miseria y privaciones. No tenían más que algunas caraotas y un poco de arroz del que habían traído de Achaguas, y lo comían sin sal. Algún día por mucho regalo, podíon adquirir carne salada; pero les causaba náuseas, pues los indios la elaboraban muy mal. No veían otro pan que el cazabe, pero les cos– tai;>a muy caro; cada torta les costaba una peseta. Carecían de vino; el poco que guardaban lo necesitaban para cele– brar la Santa Misa. La fanega de maíz valía diez o ·doce duros y rara vez adquirían algo. Lo más barato era la ga– llina, pero era preciso comprar para cada comida, porque se corrompía muy pronto a causa del excesivo calor. · Muchas veces, acosados por el hambre, tuvieron que ir rrl monte a buscá r frutas silvestres, que, a no tardar mu-· cho tiempo, les había de perjudicar la salud. No podían comer .pescado porque producía fiebres. El pocé dinero que· habían llevado de Caracas se ha-· hía agotado. El tiempo pasaba y el Gobierno parecía ha– berse olvidado de los misioneros, pues no les enviaba ni un céntin;10, ni para ellos ni para los indios. La situación iba siendo apurada. «Sin embargo, el cielo -dice el Pa– dre Esteban- derramaba sobre nosotros tantas gracias, que nos hallábamos con la misma alegría y tranquilidad de espíritu que en el santo convento.»
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