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482 El Padre Esteban de Adoain presbiterio. Y hasta que recibió el Santo Viático, iba a la iglesia apoyado en el hombro de Fray Antonio de Anteque– ra y en un báculo; y aunque apenas podía respirar, recibía arrodillado la Sagrada Comunión, con indecible consuelo que se reflejaba en su rostro. Durante su larga enfermedad no se le oyó una frase de impaciencia, no exhaló una queja. Cuando le decían que descansase y no hiciese más peni– tencia, contestaba que aún no había hecho nada en este mundo. A mediados de Septiembre recibió el Santo Viático, con señales de extraordinario fervor y con piedad tan profunda, que conmovió a todos los religiosos. Cuando entró el Santísimo en su habitación, diríase que el Padre Esteban lo vió con los ojos del cuerpo; pues súbi– tamente se incorporó, saltó del lecho y derribóse en tierra, poniéndose de rodillas con firmeza y juntó las manos ante el pecho. Apenas hubo comulgado, fué invitado a subir a la tarima ayudado de los Hermanos enfermeros Fray Anto– nio de Antequera y Fray Bernardo de Feria, y quedó inmó– vil. el rostro encendido, los ojos cerrados en actitud de pro– funda meditación. Dejamos ahora la palabra a los Hermanos que le asis– tieron, cuyas declaraciones prestadas con juramento ante el Tribunal Eclesiástico copiamos literalmente. Fray Antonio de Antequera declaró así en 1924: •Su última enfermedad la pasó en una habitación destinada a Hospedería. Como la ventana, por causa · del calor, solía estar bastante tiempo abierta, a la noche solían estar las paredes llenas de mosquitos que entraban durante el día; y aunque le picaban, no recuerdo que se quejase como nos quejábamos los demás. A pesar de estar gravemente en– fermo, se íevantaba a eso de las tres de la tarde y sentán– dose en una silla, me hacía leer en voz fuerte un párrafo de la vida de Nuestro Señor Jesucristo y terminada la lec– tura, me retiraba yo ·dejando la puerta entreabierta, y él se quedaba meditando. Y observé más de una vez que su ca– beza y su rostro despedían cierta especie de luz o resplan– dor blanquísimo, que desvaneciéndose, desaparecía a cier– ta distancia. Esto que digo, lo confirma otro testigo: Ha– biendo ido cierto día a visitarlo Don Andrés de Hoyos Li– món, gran bienhechor del convento, al llegar a la puerta, que como he dicho estaba entreabierta, se detuvo unos mo-

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