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422 El Padre Esteban de Adoain proyectábase una sombra negra. Un grupo de muchachos díscolos brillaba por su ausencia en el templo. Habíari mi– litado durante la guerra en el Tercio de los Forales, así denominado porque era pagado por la Diputación Foral de Navarra. la cual servía al Gobierno de Madrid. Eran indi– viduos que desde niños habíanse distinguido por su mala índole y por su tendencia al desorden. Después del triunfo de sus armas eran más petulantes y creíanse con derecho a todos sus caprichos. Por eso al ver la apoteósis del fraile, pensaron que eran unos inconsecuentes o unos cobardes si no manifestaban de algún modo su oposición y disgusto. Y formando rondas nocturnas, cantaban coplas como esta: .Mi madre me enseñó a hilar--estopa, cáñamo y lino; -pero ahora yo hilaría-las barbas del Capuchino>>. Era muy natural que el alcalde de la villa, D. Pedro Echeverri, reprimiera aquellas audacias e impusiera un correctivo a los provocadores. Pero el temor a represalias sangrientas tan frecuentes a raíz de la guerra, pudo más que la conciencia del deber. Y el señor Echeverri ni siquiera llamó al orden a los audaces muchachos. Viendo estos que sus procacidades quedaban impunes y que el alcalde les. temía, resolvieron dar un paso más y acabar con la misión, haciendo huír al fraile. Y prepararon un golpe de mano. Una noche, la quinta o sexta de la misión, salían del templo los fieles formados en líneas de seis u ocho en fondo. Durante dos horas habían estado oyendo al misionero y rezando. La procesión deslizábase lentamente entre las ti– nieblas. La débil luz de algunos faroles iluminaba apenas al siervo de Dios y le daba una semejanza de estatua fos– forescente. Su luenga barba blanca .brillaba como cascada de plata. A su lado iban los Curas, el párroco D. Crisanto· Pérez Obanos, el Capuchino exclaustrado llamado Fray Fe– lipe y el coadjutor D. Romualdo Oroz. No bien llegó la cabeza de la procesión a la casa de· Fray Felipe donde había de quedar el misionero, una gra– nizada de piedras cayó sobre los fieles, mientras sonó un disparo estruendoso y ronco como el de un ,trabuco. Las piedras y el disparo procedieron de un extremo de la plaza denominado «el portal del cierzo», de donde los agresores pudieron huír fácilmente hacia las afueras de la villa. Hubo· un momento de confusión y de pánico. Pero ante la exhor-

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