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La revolución y los Capuchinos 385 plaza fué teatro de una escena írágicamente sangrienta. Luego que los soldados, forcejeando, rebasaron los prime– ros grupos, la muchedumbre levantó las manos en actitud amenazadora, formando con sus ayes de dolor y de indig– nación, un estruendoso rumor semejante al del mar embra– vecido en día de tempestad. El coronel Irungaray avanzó con su caballo y levantó el sable reclamando enérgicamen– te que abriesen paso. Su presencia fué acogida con ¡fueras! y ¡mueras! ensordecedores. «¡Fuera los nuevos tiranos! ¡mue– ran los pirujas liberales! .. » Un hombre, que se hallaba a pocos metros del coronel, gritó: «jNo hicimos la revolución para que expulsen a nues– tros Padres!. .. » y esto diciendo, disparó su pistola contra el coronel. No hizo blanco, aunque la bala pasó junto a la mejilla del militar. Ebrio éste de furor, saltó súbitamente de su caballo; y de una estocada atravesó el pecho al infeliz agresor, que murió en el acto. Rugió más furiosamente la muchedumbre. Pero los soldados ~e la primera línea dis– pararon sus fusiles sin miramiento, matando a dos hombres y a una mujer y causando muchos heridos, algunos de los cuales murieron luego. •Aunque hasta entonces íbamos todos en presencia con– tinua de Dios, escribe nuestro Padre Esteban en sus apuntes, suplicándole y rogándole que en todo se cumpliera su santa voluntad, diciendo unos el Miserere, otros las letanías de la Virgen; pero al oír los disparos, repetíamos el fíat voluntas tua Domine, haciendo fervorosos actos de contriciÓn». (Ibid). El piadoso Padre nos revela aquí cuál era la disposición de su espíritu. Pero omite lo que hemos oído a diversos tes– tigos presenciales. Al oír los disparos, saltó de la carreta, se situó entre el pueblo y la tropa levantando el crucifijo y exclamando: .¡Prudencia. no derrameis sangre de herma– nos vuestros! .. » Aquella tragedia hubiera adquirido proporciones más aterradoras sin la oportuna intervención del Padre Esteban. Abierto el paso má; por el crucifijo del Siervo de Dios que por los fusiles de los soldados, pudo avanzar el convoy. La muchedumbre seguía también, aunque los soldados trataban de dispersarla repartiendo golpes con las culatas de los fu– siles. A los que se asomaban a las ventanas bajas de las <:asas les lanzaban estocadas, hasta alcanzar con las bayo– netas el interior de las habitaciones. Al llegar a la esquina 25

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