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384 El Padre Esteban de Adoain - en el suelo, iluminaba apenas la dilatada estancia con su_ llama oscilante. Los religiosos carecían de ropas. Unos sen– táronse sobre los fríos ladrillos del pavimento; otros sobre sus pies; quién permanecía de rodillas; quién se recostaba sobre la pared o sobre su compañero más próximo. Ni si– quiera los ancianos achacosos y enfermos fueron atendidos. Pocos pudieron descansar algún rato; porque los oficia– les tomaron como entretenimiento pasearse por el salón mientras fumaban cigarrillos y charlaban entre sí, hasta las cuatro de la madrugada, hora en que se retiraron sin. que ninguno de los religiosos hubiera protestado. Durante toda la noche iban aumentando los grupos de hombres por las calles; y aunque habían visto los cañones y las guardias distribuídas por la ciudad, intentaron organi– zarse para atacar a la tropa. Y lo hubieran hecho, si el Padre Esteban no se hubiera apresurado a enviarles un aviso diciéndoles que el coronel tenía orden de fusilar a los religiosos si se producía algún tumulto. Antes de amanecer, afluyeron a la prisión numerosos. fieles llevando para los frailes, chocolate, carne, cestas de pan, vino, etc. Lleváronles tamb_\én ropas, calzado y otras. c.osas, porque sabían que nada habían sacado del convento. A las ocho de la mañana la plaza y las calles estaban atestadas de gente. Los religiosos recibieron orden de sa– lir. Cuando aparecieron en la calle entre bayonetas, se le– vantó un clamoreo prolongado, en medio del cual destacá– banse los alaridos de protesta y los ayes amargos de los más íntimos devotos de los frailes. Eran muchísimos los que caían de rodillas pidiendo a gritos la última bendición. Intentaban acercarse a los Padres para besarles la mano o el hábito; pero los soldados se !o impedían. Una pobre mujer que se había dedicado toda la vida a la instrucción y educación de huérfanas y niñas pobres, logró llegar hasta el Padre Superior y le puso en la mano cien pesos diciendo: «¡Ahí van mis ahorrillos! Muy cerca de la misma Audiencia fueron invitados los frailes a ocupar algunos carruajes. Mas no habiendo lugar para todos, hubieron de subir a unas carretas tiradas por bueyes y montar en cabalgaduras; todo ello preparado gra– tuitamente por familias caritativas. Pasada la calle Real, llegaron a la plaza de La Merced– Ha bía allí congregadas unas doce mil personas. Aquella
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