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218 El Padre Esteban de Adoain milagro no sólo la mucha concurrencia, sino que se hayan arrepentido algunos amancebados empedernidos» (]). El día 12 ya estaba en Palopicado. Va devorando las distancias con la rapidez del viento. Diez leguas andadas desde Cauto, bajo un agua;cero torrenciaL le parece cosa de poca monta al P. Esteban. Encontró la comarca medio desierta. Había sido devastada por dos epidemias: el có. lera-morbo de 1852 y la viruela negra sufrida reciente– mente. El mayor triunfo de aquella Misión fué la unión de dos consortes, que vivían separados desde hacía treinta años. Habíanse resistido a unirse, aunque habían asistido a otra Misión. Esta. vez se dejaron conquistar por el P. Es– teban. Siguen lc;rs lluvias. Pero no son suficientes para a.pa – gar el ardoroso celo de este hombre, que parece de hierro incandescente. El mismo día que terminó en Palopicado, comenzó en Demajagual, a donde acudía gente desde nueve leguas de distancia. ¿Para qué detenerse a descansar? Enlazó esta Misión con la de Dos Ríos el día 28 del mismo agosto, don– de improvisó una iglesia en la casa denominada de Po– checo. En cinco días recogió todo el fruto que deseaba y que podía esperar. y sin detenerse una hora, se trasladó a San Francisco. ¡Que viene . el Capuchino! ¡Que viene el • Capuchino! susurraban presa del pánico algunos «tenorios• que no tenían intención de moralizar la propia conducta. Y para cohonestarla, esparcieron alguna s calumnias contra el Misionero. Sabíalo el P. Esteban y se armó de paciencia y también de disciplina para castigar su cuerpo. Y todo resultó corf gran paz, con extraordinario fruto y con un entu– siasmo jamás superado. Acudía diariamente numerosísimo público desde ocho leguas de distancia. Terminó el 10 de septiembre. Y el 11 ya estaba en Eabinei donde ba staron cinco días de doctrina y de exhortaciones para caldear aquellas a lmas sencillas y llevarlas q Dios. Hacía mucho tiempo que no llovía en aquel paraje. No les alcanzaron los aguaceros de Palvpicado. Era gene– ral y grave el temor de la. pérdida de la cosecha. No hizo sino llegar el Siervo de Dios, y desplegando el pendón de la Divina Pastora, bendijo los campos; y luego comenzaron (1) C. II, p. 84.

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