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ANUARIO MISIONAL y empiezan a azotarme cruellsimamente. Los golpes de los verdu– gos producen sus efectos ffsicos, pero no los morales que ellos pre· tendían. No sé qué fuerza hallo en mí que me hace impasible. Tan· to que los verdugos se dicen unos a otros: •De qué casta es este hombre? N9 se queja, no grita, no llora como los chinos. Zurrémos– le bíen, hastá que le lleguen a lo vivo nuestros azotes.• Creo con· veniente complacerles ense¡rnida; y en consecuencia lanzo gritos desgarradores, y lloro con un lloriqueo entrecortado afectado, e inexpresivo, que ellos toman por expresión del más vivo y agudo dolor. Los sayones redoblan los golpes hasta magullarme los huesos y ponerme las carnes rojas y sangrientas. Por fin sus– penden la tarea y me descuelgan del árbol ... Debido sin duda a mi estado fisiológico de aquellos momentos, dos arroyos de lágrimas brotaban de mis ojos; los cerros vecinos se corrían como en una pe– llcula de cine; la tierra se movía debajo de mis pies. Es decir, que estaba mareado. Me hab1an dejado groggy! Me apresuro a recla– mar mis vestidos; pero replican que no los necesito para nada, puesto que inmediatamente me van a cortar la cabeza. Ya hacia tiempo que estaba preparado para este trance. 62-Ejecución del misionero cautivo Me ponen de rodillas en piedra dura, y el verdugo encargado de separarme la cabeza del tronco empuña una formidable cimita– rra. •Un momento, les ruego; queréis esperar nada más que un mo– mento?>. Se accede a mi ruego. Entonces inclino la cabeza para en– tregar el hermano cuerpo a la tierra, y elevo mis ojos al cielo para decir a jaungoikoa: Y auna, neure gogoa zeure gogora. Es de. cir: E-n tus manos encomiendo mi espíritu. Y hago al verdugo una señal, como diciéndole: eCuando quieras.> El hombre de la cimita– rra me da con su fatidico instrumento unos golpecitos en la nuca, como slrialando el lugar donde ha de asestar el golpe definitivo, hiende el aire con el hierro homicida trazando un gran semicírculo, y... para el golpe a pocos cent!metros sobre mi cerviz, mientras re– suena en el corro que me rodea una sonora e irónica carcajada. Habla sido victima de una pesada broma. Todo era de temer de aquellos hombres feroces e inhumanos para quienes tampoco supo· ne y pesa Ja vida de sus semejantes. 63-Se r epar ten mis vestidos Durante mi flagelación y subsiguiente simulacro de ejecución se repartieron amigablemente mis vestidos (si a un capuchino le es

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