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38 ANUARIO MISIONAi. ovejas y cabras, para celebrar los numerosos triunfos l'btenidos has· - "ta entonces, y sobre todo, el asalto y saqueo de Sanselipú. Los rojos se mostraron muy alegres y seguros por hallarse al oriente del cau– <laloso Tung·ho, como quien dice en los dominios naturales del hom– bre que vive fuera de ley. Muchos cofrades todavía desconocidos para mí trabaron conversación conmigo, y no pocos me miraban con <:ariilo. J\\e presentaban fusiles, instrumentos flsicos, muc'hos uten– silios del culto católico, relo¡es, etc. Vi que obraba en poder del te· niente Tsao el reloj de fray Isidro. Por lo visto el registro fué tan minucioso que no se libraron de él r.i las zapatillas ni las medias. Me pedían las llavecitas de los termómetros, altímetros, baróme· tros, etc. Los pobrecillos no tenían ninguna idea ni de la física popu· lar recreativa. Si hubiese levantado su privilegiada cabeza el P. Simón de Bilbao! Les clasifiqué los fusiles por sus sendas marcas .de fábrica. Noté que muchos de ellos procedían de Alemania y que fueron fa· bricados durante la guerra europea. 35 - Comienza n las hostilidades Los tl1ugs, con quienes yo departla amigablemente, me iban co– brando cada vez más cariño, considerándome como un miembro más de su cofradía y familia. Hasta llegaron a organizar un concierto musical en mi obsequio. Cuando más distraídos nos hallábamos, no· to un movimiento inu$itado en el ejército, que maniobra y evolucio– na ordenadamente. Silban algunas balas procedentes del lado occi– dental del río. Mi guardián Ciruelo me manda levantarme apresu· radamente y correr monte arriba. c¿Qué pasa?• le pregunto. •No te importa saberlo, me replica; anda, anda; a correr. • Y allá voy co· rriendo, cargado también esta vez con el peso de una cama; y co– rren también los demás cautivos y un tropel de comunistas. Los disparos, antes raros, se van haciendo cada vez más frecuentes. Quiero detenerme un rato mirando al poniente; pero allá está fray Ciruelo para impedírmelo. Siguen silbando las balas, algunas de las cuales se hunden en la tierra a pocos pasos de nosotros. ¿<Quienes son esos que tiran a matarnos? dímelo, amigo.•-•Cállate y no ha– gas más preguntas; y corre más aprisa.• Yal decir esto fray Cirue– lo me asentaba sus robustas manos sobre las caderas, empujándo· me violentamente. Muchos se tumban por el suelo hurtimdo el cuer· po a los dardos que vienen contra nosotros. e Ya no puedo más•, digo al fin con resolución y dejando caer el kang que llevo encima, dispuesto a encararme con mi guardián y aún a desobedecerle si no
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