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nos sitúa ante una manera más en la que Dios nos está hablando, de manera especial y particular, por medio de su Palabra. Que, no olvidemos, es palabra de vida (cf. Jn 6,68; Hb 4,12; 1 Jn 1,1). Por tanto, supone también una actitud activa, en la que hemos de procu- rar encontrar formas adecuadas de lectura y escucha orante de la Palabra de Dios. Esta opción está, además, en perfecta sintonía con el Sínodo que, en el n. 34 de los Lineamenta proponía como elemento fundamental para el encuentro del hombre con Dios la escucha de la Palabra . Desde una visión cristiana, por tanto, la Sagrada Escritura viene ubicada en ese lugar prioritario en la vida del creyente que se merece, pero que con tanta facilidad olvidamos o descuidamos. No se trata formalmente de contar con una Biblia en nuestra propia biblioteca o casa, sino convertirla en compañera de camino. Pero para lograr esto, quizás la primera cuestión que no podemos perder de vista, es la realidad de nuestro presente, donde la capacidad de escucha se convierte en algo mucho más complicado que en otras épocas, especialmente por el sinfín de ruidos que nos llegan de todas partes. Nuestra sociedad está cargada de lla- madas y de sonidos, que no permiten captar fácilmente aquellos que son real- mente esenciales. No podemos olvidar este tipo de cuestiones, que son las que nos han de llevar a cuidar más y mejor aquello que queremos transmitir. Por lo mismo, es preciso hacer un espacio en la propia vida, para ese encuentro particular y sereno con Dios, en el que su palabra ha de ocupar un lugar preferente. Vivir según el espíritu, respondiendo a la razón más profunda y auténtica de la espiritualidad personal supone, como se intuía ya en los Linea- menta para el Sínodo, «la capacidad de hacer espacio a la Palabra, de hacer nacer el Verbo de Dios en el corazón del hombre. En efecto, no es el hombre quien puede penetrar en la Palabra de Dios, sino que sólo ésta puede conquis- tarlo y convertirlo, haciéndole descubrir sus riquezas y sus secretos y abriéndole horizontes con sentido, propuestas de libertad y de plena maduración humana (cf. Ef 4,13). El conocimiento de la Sagrada Escritura es obra de un carisma eclesial, que es puesto en las manos de los creyentes abiertos al Espíritu» 9 . Nuevamente constatamos otra de las grandes dificultades ante las que nos encontramos: la necesidad por parte del hombre para reconocer que es él quien recibe y es sorprendido por la palabra. Sin una verdadera actitud de humildad y de cercanía sincera, la Palabra permanece cerrada ante nosotros como describe magníficamente el libro del Apocalipsis con la imagen de los 176 9 Ibid. , n. 34.
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