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in mundo ). El corazón, pues, no sólo es el centro de la república sino también del universo entero. Esto es aún más evidente en el caso del hombre, como dice Tomás de Aquino líneas antes, pues si el animal perfecto, que es el que se mueve a sí mismo, es el más semejante a todo el universo, entonces el hombre, que es animal perfectísimo, debe considerarse, como dice Aristóteles ( Physica VIII, c.1: 250b 14-15), un mundo en pequeño, un microcosmos. De este modo, el universo entero puede entenderse a modo de esferas con- céntricas en torno al corazón. La más externa sería la propia del macrocosmos, la esfera celeste; inscrita en su interior y concéntrica a ella estaría la propia de la república o ciudad, el mesocosmos; y aún más interna sería la esfera del cuerpo humano o mundo menor, el microcosmos. En el centro de este último, y por tanto del univer- so todo, estaría el corazón. Tal es la representación simbólica del mundo que nos muestra este sorprendente opúsculo tomista. Pero no todo son semejanzas entre el movimiento celeste y el cardiaco. De hecho hay una diferencia sensible. El movimiento celeste es circular y continuo, como corresponde al movimiento que es principio de todos los otros movimientos del mundo. El movi- miento cardiaco es el principio de todos los otros movimientos del animal, como dice Aristóteles ( De partibus animalium III, c. 4: 666a 11-13), pero sin embargo no es circular. Esto, que no deja de ser una dificultad, se resuelve afirmando que es, sin embargo, muy seme- jante al circular, ya que en él «coinciden el principio y el fin» (cf. De anima III, c. 10: 433b 21-22). Con esto, Tomás de Aquino da por finalizada la exposición de su pensamiento en torno al movimiento cardiaco, y por tanto del corpus del opúsculo. Lo que resta de él es la respuesta ( responsio ) a las objeciones que formuló al principio, y concretamente a la que decía que el movimiento del corazón era un tipo de movimiento vio- lento. Tomás de Aquino contesta afirmando que el movimiento del corazón es natural no por su magnitud, sino por el tipo de alma que le anima. Esta alma es, en su opinión, como en la de Aristóteles, la sensitiva, no por medio de algunas de sus operaciones propias, como la aprehensión y el apetito, «sino sólo en cuanto que tal alma es forma y naturaleza del cuerpo». Esta distinción, que puede pare- cer sutil, a Tomás de Aquino le parece que coincide con la que desde hace muchos siglos vienen estableciendo los médicos entre LAS RAZONES DEL CORAZÓN 49
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