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era absolutamente inevitable, separaron los demiurgos del alma inmortal el principio mortal y lo colocaron en otra parte del cuerpo. Con este fin, dispusieron una especie de istmo o de límite entre la cabeza y el pecho, y colocaron entre ellas el cuello, para mantener- las separadas. En el pecho y en lo que llamamos tórax instalaron la especie mortal del alma. Y puesto que en esa alma había una parte que por naturaleza era mejor y otra que era peor, dividieron todavía en dos compartimentos la cavidad del tórax; los separaron, igual que se separan las habitaciones de las mujeres y las de los hombres, y colocaron en medio de ellas el diafragma, como un tabique. La parte del alma que participa del valor y del ardor guerrero, la que desea la victoria, la han situado lo más cerca de la cabeza, entre el dia- fragma y el cuello. Eso para que esa parte pueda oír la razón, y de conformidad con ella, pueda contener por la fuerza el mundo de los deseos, cuando éstos no quisiesen obedecer voluntariamente los mandatos que la razón les enviase desde lo alto de la ciudadela» ( Timeo 69d - 70a). Ya tenemos al alma humana dividida en tres partes, una con- cupiscible, con sede en el abdomen, otra irascible, situada en el tórax, y el alma racional, que tiene su lugar en lo alto de la ciuda- dela del cuerpo, es decir, en la cabeza. Las dos primeras son irra- cionales y mortales, y la última racional e inmortal. Este es el esquema canónico de todo el cerebrocentrismo clásico, desde Platón hasta bien entrada la modernidad. En él el corazón queda relegado a un discreto segundo término. He aquí cómo describe Platón sus funciones en el Timeo : «En cuanto al corazón, nudo de los vasos y fuente de la sangre que se extiende impetuosamente por todos los miembros, fue colocado como un centinela. Pues es preciso, cuan- do la parte animosa del alma se conmueve, advertida por la razón de que algo ocurre contrario al orden, ora por efecto de causa exte- rior, ya interior, por obra de las pasiones, que el corazón transmita al instante al cuerpo entero, mediante los canales, los avisos y ame- nazas de la razón, con objeto de que todas las partes escuchen y se sometan, para que lo que hay de mejor en nosotros pueda, de este modo, gobernar al resto. Mas como los dioses preveían que ante el temor de los peligros y en la furia de la cólera, el corazón batiría con fuerza, y sabían que esta excitación de la parte belicosa del alma tendría como consecuencia el fuego, para remediarlo hicieron los 30 DIEGO GRACIA

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