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90 Por ello, en la medida en que la Iglesia va extendiéndose territorial- mente y adquiriendo consistencia social, sus dirigentes se asemejarán, cada vez más, a los de la sociedad civil. El ejemplo más claro lo tenemos en el momento en que la sucesión episcopal llegó a precisar la sucesión apostólica. La insistencia en el principio divino de la estructura jerárquica de la Iglesia dio lugar a que se fuese delimitando y consolidando un tipo de fieles: aquellos que por la imposición de manos eran destinados a las funciones de culto y de gobierno. Así, al tiempo que se jerarquizaba la Iglesia, se iba también sacerdotalizando. El pueblo fiel, visto como no clero, se irá convirtiendo progresivamente en un mero receptor, acabando por no ser relevante para la vida de la Iglesia, al menos en el sentido de dirección y gobierno. Pero quedaba, indudablemente una posibilidad eminentemente carismática en la propia existencia de la co- munidad cristiana. 2.1. El laicado: una respuesta personal y carismática Es fácil constatar que el carisma, sin el apoyo o el entronque en la institución, corre el peligro de disolverse y convertirse en una falacia, pero no es menos cierto que la institución sin el carisma –sin la experien- cia que lo confronta y lo aquilata a fuego– corre el riesgo de pervertirse. El carisma supone libertad, espontaneidad, al tiempo que es imprevisible, pudiendo desfigurarse si es manipulado y controlado por quien detenta el poder. El mundo de las manifestaciones del carisma constituye el campo de la creatividad y de la espiritualidad más expresiva de los laicos, aun- que con frecuencia termine por convertirse en una historia plagada de incomprensiones y de marginaciones. Muy pronto, los carismas más espontáneos y autónomos, como son los profetas y doctores, así como sus múltiples expresiones, fueron encarrilados en cauces aparentemente más organizados y, sin duda, más controlados. Los laicos han tenido la intuición de valorar más que los clérigos, el sentido de la particularidad y de las costumbres propias de los pueblos, de las pluralidades regionales y nacionales e, incluso, las diversas tradiciones religiosas. Estas aspiraciones, a lo largo de la histo- ria, han supuesto también actos revolucionarios, especialmente cuando la Iglesia ha adoptado posiciones excesivamente férreas y los laicos han tenido que conquistar su independencia por la fuerza.

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