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88 Hay, por tanto consagrada una armonía en la síntesis de los dos principios, aparentemente auténticos, de la jerarquía eclesiástica y de la igualdad de todos los cristianos frente a Dios. Por ello no se puede hablar, en los primeros siglos de la Iglesia, de una exclusión de los laicos de la potestad de gobierno y del magisterio eclesiástico. Junto a la misión oficial de los ministros designados por los Apóstoles y sus sucesores, te- nían importancia otros cooperadores, no siempre adscritos al estamento clerical, que gobernaban no en virtud de un oficio jurídicamente a ellos atribuido, sino en virtud de dones sobrenaturales extraordinarios. Todos los miembros de las comunidades, sin distinción entre clérigos y laicos, tomaban parte activa en diversas actividades de gobierno de la Iglesia, principalmente en lo concerniente a la provisión de oficios y a la admi- nistración del patrimonio eclesiástico. 2. L a espiritualidad P atrística No cabe duda que las enseñanzas de los Padres contribuyeron, de manera particular, a establecer la forma dominante de la fe verdadera. La Iglesia se identificó a sí misma como una comunidad fiel, a partir de la formulación del Credo sancionado oficialmente. En el siglo IV, durante la complicada y traumática crisis arriana, gran parte de los obispos y teólo- gos vacilaron sobre cuál era la doctrina recta, que sí era defendida por el obispo de Roma, el obispo de Alejandría, Atanasio y un pequeño grupo de pastores, así como una buena parte de los laicos. Es importante, con este ejemplo tomar conciencia que fue una buena parte del pueblo fiel quien contribuyó de manera decisiva, con su apoyo y su rechazo, a salvar la ortodoxia en la Iglesia. Son especialmente elocuentes las palabras del cardenal John H. Newman al respecto: “El cuerpo de los fieles es uno de los testigos del hecho de la tradición de una doctrina revelada, y porque su consensus a lo largo y ancho de la Cristiandad es la voz de la Iglesia infalible (…). Hablando históricamente, es cosa muy notable el hecho de que, si bien el siglo IV es la época de los grandes doctores, pues en él brillaron los santos Atanasio, Hilario, los dos Gregorios, Basilio, Crisóstomo, Ambrosio, Jerónimo y Agustín, que fueron también todos, salvo uno, obispos, sin embargo en aquellos mismos días,

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