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122 Junto al pueblo de Dios emerge también la figura de los obispos, de los cuales consta que “de manera eminente y visible, hacen las veces del mismo Cristo, Maestro, Pastor y Sacerdote, y actúan en su persona” ( LG 21), como se había expresado ya en la Edad Patrística. No cabe duda que la atención a los laicos en el Concilio cobró un papel relevante, por tratarse del primer texto conciliar sobre los mismos en toda la historia de la Iglesia, donde se recuperaba un sentido positivo de los mismos, junto a la visión tradicional negativa que los distinguía de los miembros del orden sagrado y del estado religioso. Algo que para nosotros aparece como una evidencia en aquel momento resultó una recuperación de la imagen del Cuerpo místico de Cristo en toda su ple- nitud: “Son, pues, los cristianos que están incorporados a Cristo por el bautismo, que forman el Pueblo de Dios y que participan de las funciones de Cristo: Sacerdote, Profeta y Rey. Ellos realizan, según su condición, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo” ( LG 31). Y, al mismo tiempo, “tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios”. En el posconcilio Congar elaborará su teología de los carismas y los ministerios, reconociendo a los sacerdotes, religiosos y laicos la figura completa del cristiano, considerando que la laicidad compete a todos los componentes del pueblo de Dios. Así, la laicidad aparece como intrín- seca a la fe, la del pueblo de Dios y la de todo creyente. El laico, por tanto, no es algo más, ni siquiera algo diverso del cristiano. El problema acerca de la vocación laical se pone únicamente en los términos del cris- tiano, no caracterizándose en relación a los sacerdotes y a los religiosos, sino en relación directa a Cristo con la triple función, afianzada en los Padres, que conlleva también la sequela Christi y la diaconía , estando disponibles para asumir los variados ministerios.

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