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El Mundo Iberoamericano antes y después de las Independencias – 376 – Por lo mismo, podemos hablar de una interpretación libre y personal, capaz de cauti- var a gentes muy diversas e, incluso, que tres siglos más tarde la Escuela como tal, siga recurriendo al mismo como lugar de afirmación y autoridad. Al mismo tiempo, aquel pensamiento que había surgido en el Renacimiento, en una interpretación humanista, se hacía nuevamente útil en el momento en que se produce un cambio significativo en la sociedad. El fin del Antiguo Régimen y el paso a la “Modernidad” se podían valer de aquellos momentos de frescura y recreación, aplicando aquello que antes iba dirigido a los naturales de las Indias Occidentales a las nacientes Repúblicas y sus gentes, donde el punto de referencia eran los patricios criollos. Lógicamente se trataba de una lectura selectiva, donde dicha discriminación estaba en función de aquello que respondía más adecuadamente a los intereses que se preten- dían defender y, por otra parte, al cuerpo de pensamiento que se había ido consolidando y que, en aquel momento, ya no respondía de manera precisa a lo propuesto por un autor concreto, sino a la evolución progresiva y general del pensamiento que se había consolidado como cuerpo. Por novedoso que pudiera resultar, aquel pensamiento no hacía otra cosa que beber en las fuentes más clásicas de la tradición social cristiana, que dialogaba con la praxis y la reflexión de los Padres de la Iglesia, donde habían quedado formulados una serie de principios básicos a partir de los cuales se construía ahora la reflexión. Entre ellos podemos destacar: la justicia, el bien común, la propiedad, la auto- ridad, los derechos y deberes, la libertad, la esclavitud, la administración de los bienes... Un papel preponderante ocupará el principio del bien común, que había de ser res- petado por todos y que se entendía estaba por encima de los intereses personales, aunque fueran los del Príncipe. En este momento, el bien común –como principio genérico– era aplicado a la organización socio-política. Dicha posición partía de la convicción de que la soberanía residía en el pueblo con el cual los monarcas realizaban un pacto. Éste venía necesariamente formulado por unos derechos y deberes mutuos, en los que debían quedar perfectamente salvaguardados los intereses de la comunidad, que los depositaba en el Príncipe mediante dicho pacto. La idea del contrato, además, estaba haciendo referencia a un problema existente y que podría surgir en cualquier momento. Teólogos y juristas lo consideraban de crucial importancia: qué ocurría cuando el soberano no cumplía con su parte del compromiso. Era la puerta de entrada para una teoría política que tuviera como una de sus variables al derecho de resistencia. El bien común se identificaba ahora con la soberanía popular. La manera cómo los diversos autores interpretaban ese derecho era múltiple, pero no cabe duda que las transformaciones ideológicas sufridas a lo largo de los siglos XVI y XVII estaban fundamentalmente sustentadas en el pensamiento clásico, donde el agustinismo político defendía la capacidad de la Iglesia para intervenir en los asuntos temporales, entendiendo que era de derecho natural y su fundamento el bien común, al que debían

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